22 Jun De Marsella a Madrid: un cambio lleno de optimismo
Ya os he contado cómo fue mi experiencia en la capital de la Côte d’Azur, pero por si no habéis leído el artículo anterior lo resumo en dos pinceladas. Cuando terminé la carrera de Historia me fui a Marsella para probarme a mí mismo y allí descubrí la profesión de mi vida: profesor de ELE, casi por casualidad.
Medité la decisión de irme de Madrid unos meses; la tuve a fuego lento en mi cabeza una temporada hasta que encontré el momento propicio. De una manera bastante diferente tomé la decisión de volverme a mi ciudad natal. Todos los que hemos vivido fuera nos hemos levantado una mañana y hemos pensado: “¿Qué más me ofrece esta ciudad? ¿Puedo sacarle algo más de jugo o ya la he exprimido al máximo? ¿Se habrá acabado mi tiempo aquí? ¿Qué puedo hacer aquí que no pueda hacer en otro lugar?” En mi caso ese “otro lugar” era Madrid. Así pues, esa mañana me levanté e hice una lista de las cosas que podía hacer allí y las que podía hacer en España. Una de las cosas que más pesó fue la cuestión de poder hacer un curso de formación como profesor de español, algo que me diese una metodología, algo que me ayudase a estructurar mis clases -otra cosa que inclinó mucho la balanza fue mi novia, claro.
Marsella es una ciudad con sus cosas, dicen que o la odias o la amas. Yo, decididamente, la amo. Llegué sin hablar nada de francés y volví con un nivel bastante alto, fui a la playa más veces que en toda mi vida (y además, iba andando, algo completamente increíble para un madrileño), pero lo mejor de todo es que encontré mi vocación. Marsella me ha dado mucho, por eso le guardo un cariño tremendo.
La vuelta a Madrid fue bastante dura, no os voy a engañar. Antes de mi experiencia en la ciudad francesa, compartía piso con unos amigos y claro, cuando me fui, alquilaron mi habitación así que tuve que volver una temporada a casa de mis padres. Pero bueno, todo tenía sentido porque tenía un objetivo: hacer mi formación. Fue un mes durísimo como os podréis imaginar: el cambio de mentalidad, vuelta a la vida bajo el techo paterno, encontrarme con que muchos de mis amigos se habían ido fuera, el desolador panorama profesional de por aquel entonces (estoy hablando de 2011, plena crisis) y además, el curso de formación era bastante exigente.
Con mi título de profesor especialista en ELE recién impreso, me lancé a la búsqueda de empleo. En aquella época yo lo concebía como eso de ir con mil copias de tu CV en una carpeta y dejarlo en todas las academias habidas y por haber. No tardé en comprobar que eso no funciona.
Lo bueno fue que un amigo estaba trabajando en una escuela pequeñita cerca de Gran Vía y me dijo que necesitaban un profesor para hacer alguna suplencia. Empecé así, de tarde en tarde y me fueron surgiendo grupos nuevos, venían estudiantes que cuando se iban hacían unas críticas muy positivas de las clases, tanto de las mías como las de mis compañeros. Al ser una escuela pequeña se creaban unos vínculos muy especiales con los estudiantes -a día de hoy todavía conservo el contacto con varios de ellos. Algunos alumnos tenían amigos que no podían venir a las clases de grupo y me recomendaban a sus amigos. En cosa de dos meses y poco, pasé de pasear mi carpeta repleta de currículos por la ciudad a tener unas cuarenta horas de clases (treinta y cinco en la academia y otras cinco particulares). Para mí fue muy gratificante poder vivir de mis conocimientos; había pasado mucho para llegar hasta ahí.
Así contado suena precioso, y lo fue, pero fue precioso y duro a partes iguales. Imaginaos un profesor con algo de experiencia y mucha motivación pero con una carga de trabajo que agobiaría a un profesor experto; la consecuencia estaba clara: las horas de biblioteca para preparar las clases no me las iba a quitar nadie. Necesitaba relacionarme con los manuales que se manejaban en la escuela y crear el material básico (un memory de comida, un dominó de actividades de tiempo libre, fotos de famosos, etc.) del que todavía hoy sigo haciendo uso, pero claro, en ese momento tuve que crearlo.
Si tuviera que elegir una palabra para definir ese primer año de profesor sería esta: bonito. Muy exigente, es verdad, pero esos primeros nervios por las clases, las primeras veces que veía cómo los estudiantes aprendían algo porque yo se lo había explicado y lo había hecho bien, los primeros alumnos de países muy lejanos que conocía (Tailandia, Rusia, Finlandia, Brasil. Islandia, Australia, etc.), hacerles mis primeros exámenes… ¡Era increíble! Me pagaban por enseñar mi lengua a gente extraordinaria y además nos lo pasábamos genial en clase. Yo probaba dinámicas que nunca había hecho (mis clases anteriores siempre habían sido individuales) y ellos hacían lo que yo les decía. Ahí aprendí lo importantes que son unas buenas instrucciones: cortas, claras, con agrupación, límite temporal y modelo de actividad. Si lo haces bien te seguirán al fin del mundo, solo tienes que decirles cuál es el camino.
Empecé a organizar actividades culturales en la escuela para darle un valor añadido, ahí podía emplear mis conocimientos históricos y artísticos. Hacía rutas guiadas con mis estudiantes por el Madrid de los Austrias, Las Letras, El Retiro, íbamos de ruta de tapas o de vino, visitábamos museos, tardes de frisbee en plaza de España o el templo de Debod, entre otras. ¡Era lo que siempre había soñado! Sé que puede sonar exagerado pero así lo siento; el trabajo de profesor de ELE me permitía integrar muchos de mis intereses personales: la historia, la literatura, el arte, la gastronomía, el cine, la música, o la psicología.
Conforme ha pasado el tiempo he pasado por más escuelas, pero los días que viví en mi primer año tienen un carácter especial para mí. Hoy puedo aportar a mis clases todo lo que aprendí en aquellos primeros años, a lo que se suma toda la experiencia adquirida en mi trayectoria profesional. Fue esto lo que me permitió forjarme como profesor de español como lengua extranjera, y, por ende, lo que me ha llevado a día de hoy a ser formador de profesores de ELE. ¡Qué gran decisión fue volver a España!
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